por Angela Cinelli
Es junio y el calendario marca el día 27. Hace frío, ese frío que obliga a protegerte con bufandas, gorros, guantes y todo lo que puedas, para evitar cualquier tipo de enfermedad. Hace frío y yo camino por Luro, como todos los lunes, hacia la parada del colectivo 73. El reloj de mi celular marca las 17.30 y sé lo que significa, significa que por fin llegaría temprano a la parada por una vez y no debía acelerar mi paso.
Mientras sigo mi recorrido, llego a la esquina de Luro e Independencia, pero la suerte no está de mi lado. Como siempre, se encuentra repleta, y una mujer me frena preguntándome qué colectivo debía tomarse para que la dejara en el cruce de dos calles que no escucho, sabía que me demoraría, por lo tanto opto por responderle un simple “no sé”. Pero es tarde, el semáforo ya cambió, ya no marca mi paso y es cuando veo doblar el colectivo, mi colectivo, mi maldito colectivo que se me escurre nuevamente.
Luego de esperar 10 minutos, llega el 73b. Dejo pasar primero a una embarazada, un anciano y una mujer con su bebé y el carrito. Detrás de mí sube un hombre con muchas bolsas cuyas manos no soportan, una mujer pidiendo que le vendan un boleto y un joven con remera larga, gorra para atrás y zapatillas grandes acompañado de su infaltable skate. Pago mi boleto y observo el panorama, mucha gente y ningún asiento libre, debo seguir parada hasta que se desocupe alguno de ellos. Me acomodo al lado del cuarto asiento individual y comienza mi recorrido.
Al llegar a la costa se sube un vendedor de chocolates, dos al precio de $20, me parece económico y una buena forma de saciar mi hambre hasta llegar a mi casa y por eso los compro. Estoy cansada y medio adormecida, hasta que el llanto de un bebé seguido por las risas de tres amigas me despierta repentinamente, pero el que sí está dormido es el hombre sentado al lado mío, que demuestra que no se bajará pronto y yo deberé terminar el recorrido parada.
Luego de pasados 20 minutos, la mochila comienza a pesarme y mis piernas se sienten ajenas. A mi lado izquierdo se encuentra un hombre escuchando música sin auriculares lo cual me molesta un poco, y a mi derecha una mujer usando su celular. Como estoy aburrida intento leer sus mensajes para entretenerme, aunque sólo veo un “hijo ya estoy llegando, compra comida en la esquina”.
Aburrida pienso que viajes como estos son los peores, los que se asemejan al mismísimo infierno. Por el contrario, me doy cuenta de que me gustan cuando parecen un paseo en calesita, cuando no está lleno, va tranquilo y puedo sentarme a mirar las diferentes partes de la ciudad, observar detenidamente a las personas, escuchar música o simplemente pensar.
A la media hora de subirme al colectivo se acerca mi momento de bajar. Debo preguntarle al chofer si luego de la loma seguirá de largo o doblará en la esquina, para saber cuándo tocar el botón. Tengo que cruzar la mitad del colectivo para llegar, y sé que se viene la batalla para poder llegar, así que con cuidado y paciencia agarro mi mochila y comienzo a caminar. Paso por detrás de una adolescente con su típico uniforme escolar, me tambaleo por la velocidad del colectivo y dejo atrás a dos nenes que supongo eran hermanos, esquivo a un hombre mal sentado para evitar chocarlo y finalmente llego.
Tengo que interrumpir la conversación entre el chofer y el pasajero sentado en el primer asiento para hacer mi pregunta. Me responde con mal ánimo que doblará, y como faltan centímetros para llegar a la esquina debo pedirle que pare y me baje por adelante, algo que me molesta que la gente haga aunque mi caso es una urgencia.
Me bajo y me dirijo en dirección a mi casa y, a cada paso que doy, sonrío pensando que, a pesar de todo, aquella media hora arriba del colectivo es una anécdota diferente que caracteriza todos mis lunes. Coloco la llave en la cerradura esperando que el próximo viaje sea una calesita.
(*) Este texto está escrito por una alumna del Colegio Albert Schweitzer, en el marco de un proyecto sobre la escritura de aguafuertes junto a la docente Marcela Brown.